La decimocuarta obra de misericordia cristiana establece: “Enterrar a los muertos”, pero la humanidad lleva enterrando a sus seres queridos fallecidos desde mucho antes del cristianismo, incluso desde antes de la aparición de la especie actual, el hombre moderno, pero la forma de hacerlo ha cambiado bastante con el tiempo en función de las creencias religiosas, puesto que el hecho de sepultar a los congéneres y rendir culto a los antepasados forma parte de las creencias en una vida espiritual después de la muerte e incluso en la reencarnación.
Un repaso rápido por las culturas que nos han precedido, aunque no hayan dejado restos en nuestra localidad, nos permitirá aproximarnos a la complejidad de la evolución en las formas de enterrar.
Está aceptado por la mayoría de arqueólogos y antropólogos que la especie conocida como Hombre de Neandertal ya practicaba enterramientos de sus muertos hace más de 200.000 años y, al parecer, colocaba ofrendas de comida, utensilios personales (hachas de mano de piedra) y flores en las tumbas, además de enterrar los cuerpos con la cabeza hacia el oeste, y formar algún grupo de tumbas, lo que permite hablar ya de, al menos, un cementerio: el de la cueva francesa de La Ferrassie.
Más antiguo aún es el caso del famoso yacimiento arqueológico de Atapuerca en Burgos, donde fueron acumulados intencionadamente varios cuerpos, hace más de 300.000 años, en la llamada Sima de los Huesos, de una especie de homínido anterior al neandertal, al que sus descubridores han llamado Homo Antecessor. No obstante la simple acumulación de cadáveres no implica necesariamente un ritual religioso.
Sin embargo, ese ritual de enterramiento ha sido comprobado en un sepulcro de la cueva de Morín, cerca de Santander, descubierto en 1969, y con una antigüedad de más de 30.000 años. Se trata de un individuo perteneciente a la especie Homo Sapiens Sapiens, es decir, como nosotros, dentro del período cultural conocido como Auriñaciense y cuyo cadáver había sido depositado en una fosa junto a otras tres que no han conservado ningún resto. El conjunto de las cuatro tumbas había sido separado de la zona de vivienda por una empalizada; era por tanto un pequeño cementerio.
Del Hombre de Morín, nombre con el que se conoce ese hallazgo de la cueva santanderina, nos ha llegado una especie de molde de su cuerpo, gracias a que los músculos, la grasa y el esqueleto se convirtieron en una masa que se petrificó, y nos permite apreciar las distintas partes; es un hombre reclinado sobre el lado izquierdo, las manos a la altura de la cara y las piernas flexionadas. La cabeza y los pies habían sido cortados y se encontraban al lado, en una mutilación ritual habitual entre los pueblos primitivos; en el lugar de la cabeza se encuentra el molde de lo que pudo ser un cervatillo, y en los pies, un animal más grande, que parece ser una cría de bisonte o de toro salvaje. Todos esos animales están relacionados con la creencia en una divinidad a la que los prehistoriadores denominan Gran Madre, diosa de la fecundidad.
Los enterramientos en cuevas naturales se siguieron practicando durante miles de años, pero ya en el Neolítico, hace entre 7000 y 8000 años, hubo un cambio importante que consistió en la construcción de tumbas monumentales con grandes piedras; son los sepulcros megalíticos, enterramientos colectivos, cuyo modelo más difundido es el dolmen, extendido por toda la fachada atlántica europea y por la cuenca del Mediterráneo.
No se han encontrado dólmenes en nuestra comarca, ni a un lado ni al otro del río; sin embargo, debió de haberlos porque se encuentran en toda la cuenca del Tajo, desde Portugal hasta la Alcarria (donde se han encontrado cuatro, dos en el valle del Tajo y otros dos en el alto Tajuña), pasando por Extremadura y la provincia de Toledo, en las proximidades de Talavera. Los que pudo haber en nuestra comarca desaparecerían porque la piedra de por aquí no se presta a construcciones duraderas; no ha sucedido lo mismo con los encontrados en nuestra provincia, uno en Collado Villalba y otro en El Escorial: allí hay granito.
Esta forma de dar sepultura a los muertos se relaciona sin duda con el pensamiento religiosos de la época; al parecer esa diosa prehistórica no sólo era señora de los animales sino de toda forma de vida, y a ella se encomendaban los difuntos para alcanzar una nueva vida dentro de su vientre, esto es, para reencarnarse. Ese es al parecer el motivo por el que los dólmenes cubiertos con un túmulo de tierra imitan la forma de un útero y un vientre abultado.
En España, con la llegada de la metalurgia, las viejas formas religiosas, basadas en el culto a la Gran Madre, fueron marginadas por creencias en dioses relacionados con las fuerzas naturales y humanas: el sol, el rayo, los vientos, la guerra, el poder…, y las formas de enterramiento también cambian; ahora se entierra dentro de poblados amurallados, cerca de las casas de los vivos, y en tumbas individuales en las que se depositan ajuares que varían con la posición social del individuo.
En la llamada cultura de El Argar, extendida por el sureste de nuestra península, se han encontrado cuatro modelos de tumbas de esa época, dos de ellos muy usados en otras culturas, la fosa y la cueva, y los otros dos muy peculiares de ésta: la cista, caja de piedra hecha con seis lajas, y el enterramiento en tinaja. En ambos casos el cadáver era depositado en posición fetal, lo que puede ser un indicio de pervivencia de las creencias en la reencarnación dentro del seno de la Madre Tierra.
Con la extensión de los pueblos indoeuropeos, que son los que traen a España la metalurgia del hierro y la cultura celta, hace unos 3000 años, llega una nueva forma de sepultar a los muertos: la cremación previa del cadáver. El cuerpo era quemado en una pira funeraria a pleno aire y sus cenizas introducidas en una urna de barro que luego se sepultaba. Los cementerios de estas culturas se conocen como “campos de urnas” y se encuentran sobre todo en Cataluña y en el valle del Ebro, pero también en la Meseta Central, como los excavados en Carrascosa del Campo (Cuenca) y en el valle del Manzanares al sur de Madrid. Poblados de esa época hay varios cerca de Villamanrique a ambos lados del río, en los términos de Santa Cruz, Villarejo y Colmenar, pero sólo se ha encontrado de momento una necrópolis o campo de urnas, en el paraje conocido como Asperillas, en el término de Santa Cruz de la Zarza.
En plena Edad del Hierro, los pueblos que formaron las culturas ibérica, celta y celtíbera, entre los siglos X y III antes de Cristo, siguieron practicando la incineración de los cadáveres y depositando sus cenizas en urnas, aunque lo hacen ya bajo la influencia cultural de dos de las grandes civilizaciones mediterráneas: Grecia y Fenicia. Las urnas podían ser simples vasijas, como las antiguas de los campos de urnas, o tan monumentales como la llamada Dama de Baza (Granada), estatua femenina de tamaño casi natural que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, en cuyo trono, en su lateral derecho, se encuentra un hueco en el que fueron depositadas las cenizas del difunto. La estatua nos pone en contacto con otra diosa, la Tanit de los fenicios, heredera de las creencias y ritos de la Gran Madre prehistórica; las cenizas del difunto fueron depositadas dentro del cuerpo de la diosa para devolverlo a una nueva vida.
En los alrededores de Villamanrique se encuentran yacimientos arqueológicos de esa civilización de raíz ibérica; se trata de restos de poblados pertenecientes a la cultura de los Carpetanos. En Viloria, en el valle de San Pedro y cerca de la ermita del Alharilla se han encontrado fragmentos de vasijas que por su decoración sabemos que eran urnas cinerarias de esa época.
La cultura ibérica y los pueblos que la encarnaban fueron desapareciendo tras la conquista de nuestra península por los romanos. La dominación romana duró más de seis siglos, desde el 218 a C. hasta las invasiones de los pueblos germánicos a partir del 410 d. C. y el establecimiento del reino visigodo en el 456. Durante esa dominación se produjeron profundos cambios culturales, entre ellos, y en consonancia con nuevos modelos religiosos, las formas de enterramiento. En la época romana se siguió practicando la incineración de los cuerpos, cuyas cenizas dentro de urnas eran depositadas en pequeños edificios llamados columbarios por su parecido con los palomares. Pero también se producía la inhumación, forma que con el tiempo se fue imponiendo. Las familias más pudientes enterraban a sus difuntos en grandes sarcófagos de piedra ricamente ornamentados; los demás lo hacían en una fosa abierta en la tierra, que cubrían con piedras y tejas, y señalaban el lugar con una estela funeraria o lápida vertical, en la que hacían constar el nombre del difunto y algún epitafio piadoso como “que la tierra te sea leve”. Los cementerios o necrópolis romanas se situaban fuera de las murallas de las ciudades, cerca de alguna puerta importante.
La decadencia de Roma a partir del siglo III hizo entrar en crisis la existencia de las ciudades, por lo que la población se dispersó por los campos en núcleos de producción agrícola autosuficientes, con la consiguiente decadencia del comercio; en esas villas o aldeas se seguía enterrando a los muertos fuera de la zona habitada por los vivos. Ese es el caso de las tumbas más antiguas encontradas hasta ahora en el término de Villamanrique: un grupo hallado en las Peñas de González, seguramente relacionado con una villa cuyos restos se encuentran en Los Bodegones, y otro grupo en el Bomerón, ya en término de Villarejo, relacionado con una villa situada en el Mojón, descubierta al hacer el gaseoducto. En ambos casos se trata de pequeños cementerios del Bajo Imperio Romano, que siguieron usándose en época visigoda.
La dominación romana trajo también el cristianismo, y así, a partir del siglo IV fue arraigando en los habitantes de la Península la nueva creencia que supuso dos cambios importantes en lo que a las formas de enterramiento se refiere: el fin del rito de incineración y la ubicación de los cementerios dentro de los templos o en sus inmediaciones.
Cuando Villamanrique fue refundado (después de haber desaparecido como Albuher) a finales del siglo XV, el cementerio se estableció en el costado norte de la iglesia; allí fueron enterrados los habitantes de nuestro pueblo durante casi 4 siglos, es decir, hasta finales del XIX. Los que tenemos cierta edad recordamos la gran cantidad de sepulturas encontradas al realizar las obras del salón parroquial, y como se trata de un edificio de poca cimentación, seguro que debajo quedan infinidad de restos humanos.
Sin embargo, desde finales del siglo XVIII los gobernantes ilustrados habían legislado sobre la necesidad de sacar los cementerios fuera de las poblaciones: estamos en la “Edad de la Razón”, cuando la ciencia moderna había comenzado a dar sus primeros pasos en Europa. Aunque la medicina aún estaba muy atrasada, había progresado lo suficiente para saber el peligro de contagio de epidemias que suponía tener los cementerios pegados a las iglesias o dentro de ellas. Esa legislación no llegó a ser aplicada en muchos pueblos de España, probablemente por indolencia y por la mala situación económica que se estaba viviendo a finales del XVIII; eso hizo que, en plena guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz trataran de impulsar esas leyes.
En nuestro archivo municipal se conservan algunos documentos que acreditan este hecho:
En el libro de órdenes de 1813 aparece extractada una, recibida en Villamanrique el 25 de noviembre, «recordando la circular del 23 de agosto de este año sobre la construcción de cementerios, y que en el preciso término de segundo día se envíe testimonio del sitio que se haya elegido para cementerio, a la cabeza del partido, y su coste«. Se refiere a una circular que se encuentra en el mismo libro cuyo texto hace referencia a la prohibición explícita de enterrar en las iglesias, contenida en la Ley II, título 13, partida 1ª, para evitar «sucesos dolorosos en la propagación de epidemias causadas por el hedor intolerable, que se ha producido en algunas iglesias parroquiales por la multitud de cadáveres enterrados en ellas, víctimas de una indiscreta tolerancia, poco celo de los administradores de la ley, y de los encargados inmediatamente en la vigilancia sobre la salud pública, que dieron motivo a la expedición de la real cédula de 3 de abril de 1787… Se repitieron las disposiciones más terminantes y obligatorias por el supremo tribunal de la nación en 26 de abril de 1804…. Ha llegado por fin un tiempo en que por un efecto de las nobles incesantes fatigas del augusto congreso en obsequio de la religión, felicidad de la patria, se ha sancionado por una de las primeras obligaciones de los ayuntamientos constitucionales la construcción en sus respectivos pueblos de cementerios convenientemente situados…. Así se halla expresamente mandado en el decreto de las cortes generales extraordinarias dado en Cádiz el 23 de junio de 1813… En su consecuencia… el jefe político de esta provincia… ordena la pronta ejecución de las disposiciones siguientes: 1ª. En el preciso término de un mes contado desde su recibo en los respectivos pueblos de la provincia, han de remitirse a los alcaldes constitucionales de la cabeza del partido para que éstos lo hagan a la secretaría de esta gobernación política de mi cargo, testimonios del sitio que en cada pueblo se señale por el ayuntamiento constitucional con asistencia del párroco o párrocos, del facultativo en medicina donde le hubiere, y en su defecto del cirujano del pueblo, para la construcción de cementerios con extensión proporcionada a su población…«.
Otra circular de la Gobernación Política de Toledo, provincia a la que pertenecía Villamanrique, fechada el 20 de noviembre de 1813, vuelve a insistir en la necesidad de sacar los cementerios fuera de las poblaciones: “… para que se pongan en exacta observancia donde no lo estén, las leyes de nuestros códigos, que prohíben los enterramientos dentro de poblado, bajo ningún pretexto; previniendo que cualquiera autoridad, sin distinción de clase, que intentare entorpecer la ejecución de esta tan urgente y saludable disposición, será responsable, y se hará efectiva su responsabilidad conforme a la Constitución, y a la ley 11 de noviembre de 1811; en el concepto de que las cortes han señalado el preciso término de un mes para que puedan tomarse las disposiciones necesarias a preparar los cementerios provisionales fuera de poblado y en parajes ventilados mientras se construyen los permanentes, con arreglo a las leyes recopiladas (…)”. Y para que no hubiera pretextos por falta de fondos, ordena: “que la cilla decimal (los diezmos que se pagaban a la iglesia), las rentas, o fondos de las fábricas de las iglesias; los fondos de propios, y en su defecto un repartimiento vecinal, suplan por terceras partes el costo de los cementerios que han de construirse inmediatamente y dentro del término señalado”.
Esta orden no fue cumplida en Villamanrique pues, como sabemos, España aún estaba en guerra con Francia y el gobierno no podía controlar todos estos detalles; los pueblos estaban arruinados por la guerra, y además había oposición por parte de las autoridades municipales conservadoras a poner en práctica las normas dadas por el gobierno liberal de Cádiz. Tal vez lo único que hizo el Ayuntamiento fue cumplir con la primera parte de lo ordenado, es decir, señalar el lugar en que sería situado el nuevo cementerio; y, al parecer, fue detrás de la ermita de la Concepción, según se desprende de un documento de 1885, año en el que se acometió definitivamente el cambio de ubicación del cementerio.
La referencia al cementerio de Villamanrique que recoge el Diccionario de Madoz en 1850 es muy vaga, pues se limita a decir “el cementerio bien situado”, sin explicar dónde estaba. Se trata de una mentira piadosa, tal vez porque el informante de los datos fuera el secretario del Ayuntamiento y sabía que no se estaba cumpliendo lo legislado al respecto.
Sabemos que no es cierto por documentos posteriores. En el año del cólera (1855) el cementerio seguía estando pegado al costado norte de la iglesia, y el hecho fue denunciado por la Comisión de Sanidad llegada de Madrid. El alcalde de Villamanrique, Raimundo de la Plaza, ante la grave situación que vivía el pueblo, invadido por la epidemia, y con el cirujano titular, único facultativo de la localidad, contagiado por la enfermedad, tuvo que pedir auxilio a Madrid, de donde llegó una Comisión de Sanidad compuesta por un doctor en medicina y cirugía y un ayudante. El mismo día de su llegada, 9 de agosto de 1855, ambos miembros de la comisión, después de visitar a los enfermos e inspeccionar el pueblo, recomiendan intensificar las medidas de vigilancia de alimentos y aguas, y hacen ver a los miembros del Ayuntamiento la necesidad urgente de cambiar la ubicación del cementerio, porque el existente, situado junto a la iglesia, no reunía las condiciones de salubridad necesarias, ni cumplía con las normas establecidas. Así mismo ordenan que, mientras se siga enterrando en el cementerio situado junto a la iglesia, hay que cubrir de cal viva y tierra apisonada las sepulturas existentes, y que en lo sucesivo se arroje sobre los cadáveres una espuerta de cal viva y agua, al tiempo que se cubren con tierra.
Tampoco esta terrible lección fue suficiente para que se procediera al cambio de lugar del cementerio; habría que esperar 30 años más para ello y fue con ocasión de un nuevo brote de cólera. En el acta de la sesión ordinaria del Ayuntamiento celebraba el 19 de julio de 1885 aparece reseñada la formación de una comisión para modificar el presupuesto municipal, por una orden del gobernador civil que obliga a recoger en él la construcción de un nuevo cementerio.
En otra sesión ordinaria del Ayuntamiento celebrada el día 9 de agosto del mismo año fueron tratados los siguientes asuntos: «la compostura de la escuela, la torre del reloj, y construcción del camposanto«. En lo que se refiere a este último, dice el acta: «recuerda dicho señor presidente a sus compañeros la comunicación del Excelentísimo señor gobernador civil de esta provincia, fecha 5 de febrero, en que se transcribe que, por la dirección general de beneficencia y sanidad se acordó la clausura de este cementerio por sus malas condiciones higiénicas, y resultando que efectivamente se ha llevado la clausura de este cementerio a debido efecto, sin atender a construir otro nuevo, y por efecto de la epidemia reinante estamos amenazados de que ocurran infinidad de desgracias personales, es de urgente necesidad que se trate y acuerde lo conveniente sobre el particular, para lo cual su señoría ordenó al infrascrito secretario diese lectura a los documentos… que tratasen o tuviesen relación con los puntos sobre los que habían de deliberar, todo con objeto de que la corporación decidiera con más conocimiento de causa; lo que verificado por el secretario, el señor presidente volvió a hacer uso de la palabra proponiendo … construir el camposanto en el sitio de la ermita, que a su parecer reúne buenas condiciones, de altura sobre el nivel del pueblo, hallarse en la parte norte del mismo, y a buena distancia para que los humores que se pudieran expedir no produjeran inconvenientes, además, que esto mismo se acordó ya cuando este pueblo fue invadido del cólera morbo asiático en el año 1855; para lo cual la corporación de aquella época adquirió un terreno capaz para ello contiguo y a espaldas de la mencionada ermita, y hoy por la apremiante necesidad de tener cerrado el camposanto o cementerio, la epidemia, y la de haberse verificado ya tres enterramientos en el expresado terreno, su señoría opina, y desde luego así consigna su voto en este acto, para que inmediatamente y puesto que es la estación más a propósito, se haga la cerca del cementerio nuevo con preferencia a todo, aún cuando hubiera que dejar atenciones de carácter urgente, y que tanto esta obra como las demás se hagan por prestación vecinal, tanto en el acarreo de materiales, cuanto en la saca de piedras para hacer yeso y quema del mismo, siendo por los braceros así como por los labradores en las operaciones en que se puedan emplear yuntas, todo con el objeto de no gravar el presupuesto con cantidades difíciles de realizar, atendidas también las dificultades del vecindario respecto a posesión pecuniaria. De forma que sólo tengamos que atender a la mano de albañilería, dejando para después el acuerdo del reglamento por el que se ha de regir este edificio«.
Pese a este acuerdo, y al hecho de haber ya sepultadas tres personas, el cementerio no fue construido junto a la ermita, sino junto al camino que entonces se llamaba “de la Encina Sola”, que era uno de los dos que llegaban hasta Villarejo a través del monte.
En el emplazamiento definitivo, aunque ya había varios enterramientos, en 1890 no estaban terminadas las obras. En el libro de actas del Ayuntamiento correspondiente al ejercicio económico 1889 a 90 aparecen algunos acuerdos que hacen referencia a la utilización y terminación del nuevo cementerio. En la sesión del 10 de agosto de 1890 consta: «tercero: que se manifieste al concejal López [se refiere a D. Eduardo López Hermosa, veterinario titular y miembro de la Junta de Sanidad] cumpla en el término de 30 días con la comisión que se le encomendó sobre alineación de las sepulturas del cementerio de esta población…«. En la del 17 de agosto del mismo año consta: “segundo, el maestro alarife Raymundo Orcajo formalice el presupuesto para las obras del revoque del cementerio de esta villa”.
Por último parece que en 1891 ya estaba todo en orden; en el acta de la sesión del ayuntamiento celebrada el 8 de marzo se encuentra el siguiente acuerdo: “2º. Nombrar sepulturero de esta localidad a D. Matías Garnacho, que cuidara designar los sitios que corresponden para hacer las zanjas en el cementerio, y obligado en primer término efectuarlas, y demás trabajos precisos en esta diligencia triste y sagrada, si los interesados renunciaran a hacerlo, recibiendo el jornal entre ambas partes convengan; y por obligación que antes se le encomienda percibirá dos pesetas mensuales contando desde este día, que por no hallarse presupuestado en este ejercicio se le abonará del capítulo de imprevistos”.
Torremolinos, 23 de abril de 2010.