Este escrito se compone de dos artículos: uno, titulado En Blanco y Negro, escrito por Alena Collar y publicado en el Boletín Municipal de Villamanrique en septiembre de 2008 y otro de mi mano, titulado Otros Veranos, y publicado en el mismo boletín en agosto de 2011.
Aquí aparecen unidos porque tratan del mismo tema: cómo se vivían los veranos en el pasado en Villamanrique, aunque lo hacen de forma muy distinta, pues el de Alena es literario, impregnado de esa poesía que ella sabe transmitir con tanto acierto; el mío pretende ser histórico y por consiguiente más pegado al dato. Al unirlos, he optado por poner primero el «histórico» y después el poético, a modo de dulce postre y porque ella, al ser más joven que yo, tiene recuerdos de veranos vividos a partir de mediados de los 60, que es el momento en que aquella otra forma de vivir el pueblo los veranos de siempre comienza a desaparecer.
Otros veranos
Septiembre, último mes del verano, es un momento propicio para hacer un balance de lo diferentes que son los veranos actuales de los de antes; y no me refiero a la climatología, que no es tan distinta pese a eso que llamamos cambio climático, sino al modo de vivirlos, de padecerlos y gozarlos; el trabajo en las distintas formas de ganarse el pan de cada día; los momentos de descaso, vacación y fiesta que tanto se prodigan en esta estación del año.
Los que tenemos cierta edad y recordamos cómo se vivían los veranos en el pueblo hace más de 50 años, sabemos cuánto han cambiado las cosas sin necesidad de acudir a ningún libro o documento, porque hasta comienzos de la década de los 60 la situación económica, social y cultural de España en general y de los pueblos agrícolas como el nuestro en particular, seguían siendo muy parecidas a como las vivieron nuestros antepasados del siglo XIX, incluso de más atrás, hasta la Hispania romana; la mayor ruptura con la sociedad tradicional anterior se ha producido desde 1960 en adelante.
Para que quienes no vivieron esos tiempos se hagan una idea de cómo fueron, voy a organizar la información, tanto la procedente de documentos del archivo municipal como la acumulada en mi memoria, por épocas y por temas.
El primer aspecto sobre el que quiero llamar la atención es el de los cambios producidos en el medio ambiente. Como ya he dicho, la climatología no era muy distinta de la de ahora: sigue haciendo mucho calor, sigue habiendo de vez en cuando tormentas muy aparatosas y, a veces, de lluvias torrenciales, y de vez en cuando tras unos días de mucho calor nos sorprende alguno fresco con nubes y lluvias de temporal. Sin embargo, si uno se acerca al río puede apreciar mucha diferencia entre cómo era y cómo es ahora; en estos tiempos nos encontramos el agua mucho más turbia que a principios de los 50, pese a las depuradoras instaladas en los últimos años. Hace 55 años, cuando no había agua corriente en las casas (la red de distribución fue construida en 1953-54), los habitantes de Villamanrique bajaban al río con cubas y cántaros para abastecerse de ese elemento tan necesario; entonces se veía el fondo del río a bastante profundidad, las mujeres que lavaban sus ropas y sus vajillas lo hacían con garantía de limpieza, y algunas aprovechaban los pequeños restos de comida pegados a los cacharros y los cestos donde los transportaban para pescar algún que otro pez. La masa de agua era de un color verde-esmeralda limpio y no tintado de ocre como ahora; las orillas no tenían apenas broza porque, por una parte se segaban el carrizo y la espadaña para usarlos como materias primas en la construcción y en la fabricación de asientos, y por otra las crecidas del río arrastraban lo que quedaba, y la que no era arrastrada (algunos troncos y ramas de árboles) servía de leña para las casas de aquellas familias que tenían pocos recursos; además, los vecinos del pueblo nos bañábamos en el río como lo habían hecho siempre nuestros antepasados, en lugares como El Palancar, Buenamesón o Villaverde.
Otro aspecto del medio que ha cambiado mucho de aquellos a estos veranos es el de las aves; ahora, si uno sale al campo en pleno verano (julio-agosto) apenas si oye cantar a algunas de las decenas de aves que hubo hasta no hace más de 40 años. Ahora, prestando mucha atención, se escucha alguna cogujada (moñona para los del pueblo), o algún jilguero rezagado en su huída a tierras menos calientes; de vez en cuando pasa cantando una pequeña bandada de abejarucos, o se ven algunos trigueros revoloteando y poco más; ¿dónde fueron aquellas calandrias de canto armonioso que inspiraban a los poetas; los verderones, los pardillos…? ¿Dónde los cernícalos que se veían a acecho de sus presas en las vegas y en el secano; esos a los que llamábamos alcotanes y anidaban en el tejado de la iglesia? ¿Cuántas especies de aves hemos extinguido o han quedado muy disminuidas? La bióloga norteamericana Rachel Carson en su libro “Primavera silenciosa”, publicado en 1962 ya lo advirtió: los insecticidas, plaguicidas y herbicidas usados en la agricultura contemporánea acabarían dando como resultado una “primavera sin pájaros”; no es este el momento de comentar por qué, pero a la vista están sus efectos.
Uno de los recuerdos de infancia que tengo más claros en mi memoria es el de un viaje desde Madrid, donde residía mi familia, a Villamanrique a principios de julio de 1952, momento en el que aún no había cumplido 6 años. En un coche particular, cuyo propietario y conductor era amigo de mi padre íbamos, además de mi padre y su amigo, dos de mis hermanos y yo. Era un día con un sol cegador; recuerdo cómo me llamó la atención la intensidad de la luz, porque en Madrid, con sus edificios altos y calles arboladas, no se notaba tanto la fuerza del sol. El coche trepidaba por el adoquinado de la carretera de Valencia, aún sin asfalto y con tremendas curvas en la bajada y subida del valle del Tajuña; al llegar a la carretera de Villarejo a Villamanrique el coche levantaba una enorme nube de polvo, porque la carretera no tenía como firme más que piedra machacada, y el tránsito de carros, caballerías y ovejas creaba baches en los que se formaban unas bolsas de tierra muy fina que, cuando llovía se convertían en cenagales.
Al llegar a casa de mi abuela en Villamanrique, donde íbamos a pasar el verano una de mis hermanas, otro hermano y yo que era el más pequeño, todo me llamaba mucho la atención, a pesar de que ya había vivido antes en el pueblo, pero con dos años menos y por tanto con menos capacidad de asombro. En primer lugar me asombraba el contraste de luz y temperatura entre la calle y el interior, un caserón antiguo con muros de más de medio metro de grosor y ventanas cuyas persianas y postigos de madera entornados, dejaban las habitaciones en una fresca penumbra. La casa estaba bulliciosa porque al llegar a mediodía había en ella una cuadrilla de segadores, con sus borriquillos y sus perros, que habían terminado de segar una tierra cerca del pueblo y se disponían a comer, y a una pequeña siesta antes de volver a otra tierra para continuar la siega. También estaban preparándose para el almuerzo y un pequeño descanso los dos muleros y el trillador, empleados por mi abuela, que habían estado acarreando la mies y trillando y allegando la primera parva en la era, bastante cerca de casa. Todos ellos, para no perder tiempo se recostaban donde podían, la mayoría en el suelo a la sombra. Me llamaba la atención, sobre todo en los segadores, las manchas de sales del sudor seco en sus camisas de tejidos duros de colores pardos o verdosos, cuya indumentaria se completaba con un pantalón de pana o de dril azul, atado con cuerda tanto a la cintura como en dos ligaduras que llevaban por debajo de las rodillas, para que las boquillas no llegaran hasta el suelo; llevaban también una faja negra que daba cuatro o cinco vueltas alrededor de su cintura; calzaban albarcas con la suela hecha de un trozo de neumático, y los más precavidos llevaban a modo de calcetines unos peales de lona para no pincharse con los restos del rastrojo, y se protegían la cabeza con sobrero de paja.
Sin duda el trabajo más duro de los campesinos de la época y anteriores, según sus testimonios, era la siega; al hecho de tener que trabajar doblados por la cintura había que añadir el braceo constante al usar ambos brazos sin apoyo y en movimientos rápidos, respirando un aire recalentado por la tierra que pisaban y estaba a menos de un metro de sus caras; además estaba el riesgo de cortarse con la hoz, siempre muy bien afilada para facilitar el trabajo de corte, lo que obligaba a llevar una zoqueta, que era una protección, a modo de guante curvado de madera, con que los segadores resguardan de los cortes de la hoz los dedos meñique, anular y corazón de la mano izquierda, pero siempre quedaban fuera de protección el pulgar y el índice para poder ir cogiendo los manojos de mies que iban cortando, con los que formaban las gavillas; luego las ataban con un atadero sacado de un manojo que llevaban colgado de la cintura.
La trilla era un trabajo más llevadero pero también oneroso; había que acarrear las gavillas de mies hasta la era, esparcirlas por el suelo para hacer la parva, pasar sobre ella las trillas y trillos tirados por caballerías hasta que las espigas estuvieran bien desgranadas y la paja cortada en fragmentos pequeños, allegar lo trillado a un montón y, finalmente aventarlo para separar la paja del grano. Con el grano limpio se hacían montones estrechos y alargados llamados peces de los que, en siglos anteriores, eran retirados los diezmos que se pagaban a la Iglesia y al Estado (éstos en Villamanrique habían sido vendidos a los condes); aparecía en las eras el párroco, como diezmero de la Iglesia, acompañado del administrador de bienes del conde y determinaban cuál era la décima parte de aquel montón antes de entrojar en el pósito municipal la parte correspondiente a la Iglesia y retirar a sus cámaras la parte del conde. Una vez recaudados los diezmos de todos los labradores (también se pagaban diezmos por la uva, los corderos, la lana, etc.), del montón general, ya medido en fanegas por el fiel medidor municipal, la Iglesia se quedaba con dos terceras partes, que iban a parar al obispado, previo almacenaje en el pósito, y los condes con la llamada tercia, es decir, el tercio restante, que era la porción correspondiente a la Corona, vendida como derecho por Felipe II a doña Catalina Lasso, la primera señora de Villamanrique en 1573 y disfrutada luego por los condes hasta la supresión de los diezmos por los liberales. Este tipo de impuesto estuvo vigente en España hasta el decreto de 29 de julio de 1837, del gobierno del liberal Mendizabal, en que fueron suprimidos los diezmos de la Iglesia, pero al menos el año siguiente de 1838 los labradores de Villamanrique lo pagaron todavía a la Administración de Renta Reales de Ocaña, según consta en un documento del archivo municipal.
Todo este ambiente de la siega y las eras, excepto lo de los diezmos, estaba aún vivo en Villamanrique ese día de verano de 1952, que tan presente quedó en mi memoria, y aún después, puesto que hasta la década siguiente no se apreciaron cambios importantes en la agricultura. Fue la progresiva mecanización de todos esos procesos la que hizo desaparecer todo ese mundo, y si ahora nos encontramos con que la cosecha de cereales de secano se realiza en unas dos semanas con grandes máquinas cosechadoras que van segando, trillando, ensacando el grano y empacando la paja, antes todo ese proceso duraba en los pueblos dos meses, aproximadamente de 15 de junio a 15 de agosto, sin contar el acarreo y almacenaje de la paja en los pajares.
Las primeras máquinas que aparecieron en la agricultura de verano de nuestro pueblo fueron las aventadoras, movidas a mano, y las segadoras tiradas por caballerías; éstas ya existían antes de la Guerra civil, pero el proceso de mecanización quedó estancado durante la contienda y hasta 15 años después, por la situación de precariedad en que quedó sumido el país durante el llamado período de la autarquía franquista.
A finales de la década de los 50 y primeros 60 aún había acarreo de mieses a través del pueblo, en carro o en remolque de tractor, en dirección a las eras; en muchas de ellas todavía se hacía la trilla tradicional, pero otras se habían modernizado instalando trilladoras movidas por motor eléctrico; en estas máquinas había trabajando mujeres que recibían los haces desde los remolques, los desataban y echaban la mies suelta en una cinta transportadora que iba metiéndola en la máquina. Ellas saben lo duro que era aquel trabajo pese a su modernidad.
Otra tarea que habían hecho siempre las mujeres en la cosecha, además de tener que segar y trillar muchas de ellas, era la de espigar, es decir, recoger en los rastrojos las pocas espigas que se habían desprendido de sus tallos al segar, atar las gavillas o cargarlas; era una pequeña ayuda para la economía doméstica y era muy respetada por propietarios de las tierras y ganaderos que no metían en ellas sus ganados hasta que hubieran hecho su rebusca las espigadoras, según consta en varios documentos del Archivo Municipal del siglo XIX correspondientes a contratos de arrendamiento de pastos. Cuando aquellas mujeres salían al campo, al menos por tierras tan calientes como la nuestra, no se veía de su persona nada más que las manos y los ojos, pues iban vestidas de pies a cabeza y se tapaban ésta con un pañuelo parecido al de las mujeres musulmanas y un sombrero. Había que cuidarse y no ponerse morenas porque entonces la blancura de la piel era un signo de distinción.
Si las diferencias entre las formas de hacer la cosecha de ahora con las de hace 50 años son considerables, no lo son menos las formas de descanso y ocio. Para empezar, las noches de cada día tienen un ambiente muy distinto en las calles y casas del pueblo.
Antiguamente las calles a primeras horas de la noche eran un bullicioso lugar de encuentro entre el vecindario, tanto adulto como infantil; ahora si salimos a dar un paseo por el pueblo ya anochecido podemos no encontrar a nadie en la calle pues la mayoría del vecindario está dentro de casa viendo algún programa de televisión y los niños jugando con algún juguete electrónico, salvo los que se reúnen en la plaza de la iglesia acompañados de sus padres. Antes, los vecinos se sentaban a la puerta de su casa, en poyos que había a propósito para ello o en sillas sacadas de sus casas, costumbre que afortunadamente aún conservan algunos vecinos, y conversaban en buena armonía de problemas y quehaceres, mientras los más pequeños jugaban juegos de toda la vida: el escondite, la tabardilla, pídola (en Villamanrique se jugaba una variante que comenzaba diciendo en el primer salto: “a la una va la mula”), o simplemente contando cuentos y chistes. Claro, aquellos hombres y mujeres que debían madrugar mucho, no podían disfrutar de esos momentos de ocio; hay que tener en cuenta que los hombres dedicados al acarreo de mieses tenían que salir hacia el lugar de carga antes de amanecer, para estar con ella en la era al salir el sol.
El verano era también el tiempo de las vacaciones escolares. Pero hasta la Ley Moyano de 1857 no duraban tanto como ahora, porque el trabajo en la escuela tampoco era tan intenso como en la actualidad, cargado de materias y contenidos más extensos y complejos. Hasta entonces se puede afirmar que no había más vacaciones escolares que unos diez días en Navidad y en Semana Santa de jueves a martes siguiente. En verano el horario era más reducido aunque, no obstante, seguía habiendo clases; pero ¿quiénes asistían a ellas? muchos de los posibles alumnos de una escuela rural, la de Villamanrique por ejemplo, tenían que ayudar en las tareas agrícolas, como trilladores, rochanos (palabra casi olvidada) o para llevar agua a la era o al rastrojo; seguían yendo a clase solamente los hijos de familias acomodadas que no precisaban del trabajo infantil para sobrevivir.
Desde la mencionada Ley comenzaron a establecerse vacaciones de verano que duraban dos meses pero con otra distribución: de mediados de julio a mediados de septiembre y otro mes de jornada reducida a la sesión de la mañana que iba de 15 de junio a 14 de julio.
Otro elemento de ocio del verano, para quien podía, eran los baños. Hasta bien entrados los años 60 en Villamanrique no había ni una sola piscina, (la primera fue la de la colonia Miralrío hacia 1967); los baños se hacían en el río “como toda la vida” y había lugares especialmente adecuados para ello, por sus características de profundidad y corrientes. Había un lugar muy adecuado para aprender a nadar sin peligro, que era el llamado Riíllo, es decir, ese pequeño brazo del río que forma la isla del actual polideportivo; entonces llevaba más agua y formaba unas pequeñas pozas donde el agua corría suavemente, con un fondo de guijarros limpio, allí también bajaban las mujeres a lavar la ropa y a fregar. Cerca de esas pozas, donde ese pequeño brazo del río se une al grande de nuevo, había un vado al que acudían a beber los rebaños y las yuntas y, unos metros aguas arriba, era donde se cargaban la cubas de agua para uso doméstico antes de instalar el agua corriente, cuya toma del río aún se conserva no lejos de allí. Entonces el parque y polideportivo no era más que un gran guijarral con algunas tarayas y álamos blancos donde el río había acumulado algo de limo.
Otros lugares idóneos para el baño eran El Palancar, la presa de Buenamesón, la de Villaverde o Valdelazarca. El más concurrido por su proximidad era el primero; allí acudían a bañarse vecinos de Villamanrique de ambos sexos desde, al menos, finales del siglo XIX, por lo que el sitio ha visto cambiar calendario, horarios y modelos de bañador a lo largo de 70 u 80 años. En los primeros tiempos de esa historia y hasta la segunda mitad del XX la costumbre (casi obligación) era bañarse “de Virgen a Virgen”, o sea, entre el 16 de julio y el 15 de agosto; había que hacerlo muy temprano, entre las 6 y las 9 de la mañana (que serían las 8 y las 11 de ahora) para evitar volver al pueblo en horas de calor; la mujeres que se bañaban entonces lo hacían con su ropa interior y un camisón hasta los pies, y los hombres, si había mujeres, con calzón largo y camiseta. Desde aproximadamente 1950 El Palancar se fue convirtiendo en la “playa de moda” no solo del pueblo y de los veraneantes que ya venían a él, sino de los pueblos de alrededor sin río, especialmente Villarejo y Belmonte, de donde acudían los domingos grupos de mozalbetes en bicicletas y alguna moto, más que para bañarse, para mirar a las bañistas, cuyos bañadores fueron disminuyendo con el tiempo hasta la llegada del bikini, prenda que no tardó mucho en aparecer en nuestra rivera; de modo que por aquellos años, El Palancar en domingo era uno de los lugares más concurridos de la comarca. Curiosamente durante los años en que se mantuvieron los baños en ese lugar del río, no hubo que lamentar ninguna desgracia. Sí que hubo ahogados en el río en otros lugares como Buenamesón o Villaverde; los documentos del Archivo municipal nos dejan la triste constancia de varios levantamientos de cadáveres de ahogados en verano: era el tributo que se cobraba la imprudencia o la ignorancia de los peligros del agua.
El verano se podía dar por concluido con la celebración de las fiestas patronales. En casi todos los pueblos se celebraban a cosecha cogida y Villamanrique no era menos, puesto que como sabemos se celebraban el 14 y 15 de septiembre, cuando ya estaba el grano en la cámara, la paja en el pajar y la mayoría de los huertos agotados; si acaso, seguían sacando melones de los de antes que eran más tardíos, y después de la fiesta empezaba la vendimia.
Pero además de las fiestas patronales estaban otras fiestas grandes del verano: Santiago y la “Virgen de agosto” o Asunción. Eran fiestas que se hacían notar en el pueblo bastante más que ahora, que no pasan de ser como cualquier otro domingo; entonces acudía mucha más gente de los contornos a bañarse en el río, donde pasaban el día entero y, en la de agosto bañaban incluso las caballerías en el río haciéndolas nadar. Ese día los del pueblo procuraban no bajar al Palancar porque sabían que las mulas, al meterse de cuerpo entero en el agua, iban soltando cagajones al tiempo que nadaban hacia la salida.
Había otras dos fiestas en el verano señaladas para el mundo agrícola: San Pedro y San Miguel. La primera, el 29 de junio, abría y cerraba el año para la ganadería, es decir, era el día en que los pastores cambiaban de trabajo y se contrataban con un nuevo ganadero y también cuando terminaban y comenzaban los contratos de arrendamiento de pastos. San Miguel, el 29 de septiembre, era lo mismo para los labradores, cambio de mozos de mula y de arrendamiento de tierras.
Eran OTROS VERANOS; muchas cosas han cambiado desde entonces, unas para bien, sobre todo las condiciones de trabajo, y otras no tanto, como la pérdida de algunas costumbres que tenían un alto valor cultural y el deterioro del medio ambiente. Confiemos en que los más jóvenes tomen conciencia de ello y comiencen a aplicar medidas que ya están a su alcance.
En blanco y negro (Recuerdos de Villamanrique)
Por: Alena. Collar.
(A mis padres)
Villamanrique en agosto es una fotografía en blanco y negro. Al menos para mí que las hacía con aquella cámara “Werlisa”, regalo de papá, a la hora de la siesta, cuando no había nadie en la calle, salvo el perro, la Chila, durmiendo en el soportal del ayuntamiento en la plaza, Emilín y yo, buscando aventuras y algún tractor por el camino de las eras.
Salía la foto así, claro, aunque yo veía aquella luz de mi infancia como un resplandor que me llevaba de la mano. Pero en el positivo de ella no aparecía el sol, ni el reflejo en las casas de cal, ni el amarillo zumbón de las abejas. Y yo lo sentía, porque entonces, “cuando entonces”, no había sombras en mi vida, todo era como un largo verano montando en bicicleta, jugando al fútbol en la colonia, tomando polos de leche que me regalaba mi amigo el Pesca. Y todo eso estaba iluminado, pleno, lleno de sentido.
Sí; sobre todo eso, lleno de sentido. Cuando recuerdo mis veranos en Villa, sobre todo recuerdo un mundo completo, un lugar en el que todo estaba en su sitio, donde todo, por así decirlo, “casaba”; entonces mis padres iban a vivir “para siempre y siempre”, siempre habría un tesoro del bisabuelo para buscar, siempre estaría Emilín siendo mi compañero de aventuras, siempre iría de la mano de papá a que me enseñara las estrellas más allá de la línea de la sombra, por el camino que va a Fuentidueña.
En ese “siempre” estaba la Hiedra. Así, con mayúsculas. La Hiedra de Nuestra Casa, también con mayúscula. La hiedra que me regaló papá aquella tarde, cuando me la enseñó, y me dijo aquellas palabras: “mientras la Hiedra permanezca en esta casa, tendrás un lugar al que volver y cuidará de ti”. Muchas veces, tantos años después me he preguntado cómo me enseñaría aquellas cosas siendo yo tan pequeña, luego he creído saber que, de alguna manera, estaba inventando para mí un mundo seguro, yo que por no tener seguro nada ni la salud tenía.
En ese “siempre” estaba también el paseo diario al anochecer, cuando ya habíamos cenado, y salíamos mi madre, mi padre, mi tía Pilar, a dar una vuelta, y yo, de la mano de ellos, los veía saludar, pararse con la gente, charlar de las pequeñas cosas cotidianas, y me aburría y quería seguir andando, y entonces mamá decía “alguna vez saludarás tú por mí”…Yo no lo entendía del todo, pero llevaba razón…
Villamanrique en ese entonces era un mundo cerrado y mágico, en el que en el patio del pozo había secretos por descubrir, en el portal de casa mis hermanos pasaban las horas de la siesta hablando, mientras yo en el suelo, hacía que jugaba, pero les escuchaba hablar de sus cosas, y así, me enteraba de que había fiesta por la noche, porque elegían la reina de las fiestas, o de que la película en el cine de la plaza costaba un duro más porque era más larga, y luego se lo cascaba a Emilín, para que nos diera el General dinero de más, y así poder ver ( llevando la silla, claro), “ El Bueno, El Feo y El Malo”, que la habíamos visto todos los veranos, pero que era muy buena porque había muchos tiros y una pelea a puñetazos magnífica; cómo sería de buena la pelea que todo el público, empezando por el Alcalde, cuando llegaba la escena empezaba a jalear a su favorito, y se armaba un zipizape de mil demonios con los “dale, toma, anda, zurriaga que le han dao”, hasta que alguno más cinéfilo decía aquello de “callarsus coñe, que no se oye na”, que solía servir para que bajara el tono, aunque con algún abucheo previo, eso sí.
Y todo eso con la coca cola en la mano, que yo no sé cómo podíamos aplaudir y beber coca cola a la vez, pero nunca se nos cayó la botella. Botella he dicho, que entonces, cuando entonces, no había “latas”, y había que decirle al Pesca “oye, ábrenosla…” haciendo mucho énfasis en la última “a”, y poniendo cara de pena. Nos pillaron una vez queriendo abrirla con los dientes, y a poco nos la cargamos, menos mal que andaba por allí Vicky y dijo lo que siempre decía “anda, pero si son unos críos, no lo van a hacer más”…
En aquel Siempre, la lluvia en Villamanrique a fines de agosto era una fiesta. Yo nunca he sentido más el aroma de tierra mojada que en aquellos veranos de mi infancia en el Pueblo. ¿Cómo describir la lluvia en Villamanrique?…era…como una canción preludiando el otoño, como un violín que iniciara una sonata mientras las calles se vestían de gris, caían las hojas, pasaba la Marciana cobijada bajo un inmenso paraguas y meneando la cabeza; “ se acaba el verano, se acaba, ea, vaya ventarrón”…y yo me asomaba al Patio de la Parra y veía las ramas traslúcidas brillando, escuchaba el tintineo del agua, y todo se vestía de un dulzor callado, de una ternura sin límites, de una lentitud en el aire que cobijaba mi vida pequeña.
Allí aprendí a pisar charquitos; en Madrid no podía, porque Madrid era otra cosa, otro mundo, otra manera, pero allí, salía al patio con papá y mamá y jugábamos a pisarlos, eso sí, yo con impermeable para no constiparme, aunque papá siempre se las arreglaba para hacer fiesta y decir “ y ahora, medio minuto de valientes, venga”; entonces me quitaba el impermeable, miraba al cielo, y me llovía la lluvia de los valientes que a nada temen porque vela por ellos nada menos que todo un General…
…Villamanrique en agosto es una fotografía en blanco y negro: hay en ella una niña que juega, un pueblo al sol del verano, unas casas de cal, y la Hiedra que enmarca el retrato.