Altercados vecinales

La convivencia entre personas de una misma comunidad es muchas veces difícil y da lugar a desencuentros que, en ocasiones, se producen por asuntos de poca importancia. Otras veces, cuando las circunstancias económicas están en precario, las disputas pueden ser más frecuentes y más elevadas de tono; incluso producirse agresiones de consideración.

El archivo municipal de Villamanrique contiene numerosos documentos relacionados con este problema; se trata de denuncias por insultos o amenazas que dieron lugar a juicios de reconciliación o de faltas, en cuyos expedientes constan las declaraciones de los denunciantes, de los denunciados y de los testigos de los hechos. No nos debe extrañar que existan estos documentos en el Ayuntamiento, puesto que hasta bien entrado el siglo XIX, los alcaldes tenían potestad judicial; eran los jueces de primera instancia (siempre que no hubiera delitos de sangre, en cuyo caso actuaban jueces profesionales de distrito) y ante quienes demandaban justicia los vecinos que, por otra parte, si no estaban conformes con la sentencia dada por el Alcalde, podían acudir a tribunales superiores.

El juzgado de distrito o partido judicial en el que estuvo integrado Villamanrique primeramente fue el de Ocaña pero a principios del siglo XIX hubo una reforma y Villamanrique fue incluido en el partido judicial de Santa Cruz de la Zarza, ya que aún pertenecía a la provincia de Toledo. A partir de 1835, con las reformas emprendidas por los gobiernos liberales, durante la minoría de edad de Isabel II, quedó establecida la nueva división provincial y Villamanrique fue incorporado a la provincia de Madrid y, dentro de ella al partido judicial de Chinchón, donde permaneció hasta bien entrado el siglo XX.

No recojo aquí los asuntos más graves, los que dieron lugar a agresiones con lesiones, e incluso con alguna muerte, porque fueron juzgados en los tribunales competentes y, aunque hay documentos sobre algunos de estos casos, sólo me propongo recoger varios de los más leves, los que apenas pasaron de agresiones verbales, aunque alguno estuviera al borde de entrar en situación más grave; pero al mismo tiempo se trata de casos que nos informan acerca de la forma de vivir y relacionarse de nuestros antiguos convecinos.

Estos juicios, llamados “actos o juicios de conciliación”, se efectuaban ante el juez municipal, es decir, el alcalde. Para el juicio, los litigantes acudían al Ayuntamiento cuando eran citados por el alcalde mediante nota escrita que llevaba el alguacil. Tanto los demandantes como los demandados eran acompañados en el acto por personas de su confianza, a quienes la ley llama “hombres buenos”, quienes actuaban como testigos, además de moderadores, y aconsejaban prudencia a sus representados para poder resolver el problema sin ir al juzgado de distrito, hecho que siempre les saldría más caro aunque ganaran el pleito.

Como veremos hay algunas querellas producidas por un “quítame allá esas pajas”, cuyos ingredientes fueron más la brutalidad y, a veces, un poco más de vino de la cuenta, que la prudencia y la capacidad de reflexión y de diálogo. Menos mal que al final se imponía la cordura y se ofrecían disculpas, se pedían perdones, y casi todo quedaba bien.

El documento más antiguo que se conserva sobre este tema, está fechado el 20 de noviembre de 1801, y es el acta de un juicio de conciliación, terminado sin avenencia, entre Gregorio Morales y Diego López, y presidido por el alcalde Ignacio de Torres. Los dos vecinos habían sido convocados por el alcalde a raíz de una querella presentada por Gregorio “…sobre unas palabras que se dijeron las mujeres de los susodichos… y viendo su merced los gastos que se van a originar en dichos autos… les dijo a los comprendidos que se conformasen y que no gastasen [en el pleito], a lo que respondió Gregorio que si el otorgamiento de Diego le acomoda, que está pronto a convenirse aunque el agraviado es él, y a esto respondió el dicho Diego que él no se convenía a la compostura porque él no había sabido nada, y por último que si su mujer la hizo que la pague, y que en cosas de la mujer él no manda, esto respondió, y su merced viendo tal respuesta hizo comparecer a Rafael González, Sebastián Moreno y Mauricio Fernández para que presenciaran el caso… el cual presenciaron y quedaron por testigos…”.

Hay un folio suelto hacia 1835 en el que están anotadas las declaraciones de dos vecinos de la localidad que se cruzaron insultos y las de varios testigos. El motivo de los insultos, tales como maula, ladrones, murcianos, etc., fue que a un hombre residente en Villamanrique, natural de Monforte del Cid (Alicante), llamado Francisco Miralles, viniendo una noche del molino de Buenamesón le había salido un hombre al camino diciéndole que anduviese con cuidado que le querían robar; la mujer de aquél insultó públicamente a alguna persona de la que sospechaba y estos debieron poner la denuncia. La mujer de Ángel Sáez, que es una de las acusadoras o testigo, declara que “…oyó varias veces a la Francisca [mujer de Francisco Miralles] siempre que la veía en la esquina de su casa… aquella puta, que después que le había criado el hijo la echaba a la calle diciendo que no quería murcianos en su casa, que se viese quien eran los ladrones si los de Villamanrique o los murcianos». En aquella época la palabra murciano era sinónimo de “ratero”; no porque la gente de Murcia se dedicara al robo más que la de otras provincias, sino porque se usaba el verbo “murciar” cuyo significado es hurtar o robar según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

Jugadores de cartas5_Jan Lievens

Las partidas de cartas regadas con vino solían acabar en conflicto.

Un expediente judicial abierto a Manuel Acicoya y José Ervías, fechado el 19 de mayo de 1834, es por una disputa en la que se trabaron en casa de Gabriel Verdugo, donde se encontraban jugando a las cartas en compañía de otros cuatro vecinos del pueblo y de otro hombre de La Fuente de Pedro Naharro. El alcalde, Juan de la Viña, ordenó al alcalde de la Santa Hermandad, Ignacio González, que detuviera a ambos y los pusiese prisión separada hasta hacer las averiguaciones oportunas.

El origen de la disputa estuvo en esa partida de naipes acompañada de vino en una casa particular. Jugaban a la “flor” que consistía en jugar con tres cartas, y hacía flor quien juntaba tres del mismo palo. En las declaraciones de los testigos consta que: «estando el declarante jugando un poco de vino en casa de Gabriel Verdugo en la tarde del día de ayer con éste, Cesáreo Fernández, Pascual Romero, Ignacio de Torres Menor, José Ervías, Manuel Acicoya y José Enrique, este último de la fuente de Pedro Naharro, se suscitó una disputa entre José Ervías y Manuel Acicoya sobre que teniendo éste una flor la cantó después de haber jugando dos que estaban después que él; el José Ervías dijo que no debía valer la flor por no haberla cantado antes de jugar los otros, y Manuel Acicoya que sí, porque si no la había cantado antes había sido por no haberse visto las cartas…«.

La disputa siguió en la calle después de ser echado de la casa por su propietario, a pesar del intento de varios testigos de darla por terminada para que no llegase a mayores. No llegó a haber agresión, pero el alcalde además de detener a estos dos hombres ordenó la detención del dueño de la casa, Gabriel Verdugo, «por no haber dado parte a la autoridad luego que se entabló la disputa, mediante estar mandado por su auto de buen gobierno en su artículo séptimo que en la casa que haya juegos ha de ser el dueño responsable». Uno de los encausados, Manuel Acicoya, declara que: «estando jugando a los naipes en casa de Gabriel Verdugo en la tarde que se cita… tuvo el que declara una flor y la cantó pero sin duda no lo oyeron, y jugaron otros sin hacerlo el declarante, y cantando otras dos flores Pascual Romero y José Enrique, manifestó el Acicoya que él también tenía flor, a lo que contestó el Ervías que aquélla no valía porque no la había cantado, e insistiendo éste en que no había de valer, el que declara se levantó diciendo no jugaba más, echando mano al bolsillo para pagar lo que le tocase, y los demás decían que se sentase, y seguir jugando, pero el José Ervías contestó si no quiere jugar que no juegue que se vaya al carajo, a que respondió, que no hablase mal a nadie, pero siguiendo en sus hablajes, y diciéndole que si era hombre saliese a la calle, les dijo Gabriel se saliesen de su casa, y al salir se le cayó la vara, y entrando por ella llegó el alcalde de la hermandad y cogiendo la vara, vino por detrás José Elías y le dio una manotada al que declara, y se fue a dar parte alcalde”. El auto finalmente sentencia que queda sobreseído el caso y condena a José Ervías a pagar las costas del proceso «mediante a que no bastando el que los que estaban jugando manifestasen quería ser válida la flor de Manuel Acicoya, insistió Ervías en que no, además resulta contra el mismo desafiar a aquel día y ponerle manos. Se condena a Gabriel Verdugo a dos ducados de multa, por no haber dado parte al juzgado inmediatamente en de la ocurrencia de la disputa, con arreglo a lo mandado en el auto de buen gobierno y su artículo séptimo. En igual multa se condena a Manuel Acicoya por no haber pasado inmediatamente que principió la cuestión como alguacil del juzgado a dar parte a su merced o a cualquier individuo del ayuntamiento que hubiera hallado…«.

Se conserva el borrador de las declaraciones efectuadas por varios testigos de un enfrentamiento verbal y de amenazas entre el carretero Juan de Cuenca y el sacristán Dionisio Jiménez, ocurrido en 1835. Podríamos llamarlo “El caso del serrucho”. El motivo de la disputa lo explica la testigo María Martínez: “Que fue Juan de Cuenca a casa de Dionisio Jiménez pidiéndole un serrucho, y éste le contestó no se lo quería dar, que era suyo que le había comprado en Ocaña. Juan respondió que le había comprado él, y el Dionisio replicó que no, que dijese dónde le había comprado, y aquél dijo que en Madrid, y que el Dionisio le dijo a Juan se fuese de su casa y no le fuese a insultar, y el Juan saliéndose le dijo a Dionisio saliese afuera, y cogió una peña, y el Dionisio cogió la escopeta que tenía en la cocina, y su mujer se lo impidió poniéndose por delante, y Juan le dijo al Dionisio pues no soy yo ladrón como tú”. Segundo de los Santos, el herrero del pueblo, declaró: “Que estando él fuera de su casa entró Dionisio y se llevó un serrucho a su casa, y dijo a mi mujer que le reconocía como suyo, que hacía que se le habían quitado más de un año; que yendo a casa de Juan a por unas herramientas para sentar una cerradura en casa del cirujano, y tomando una sierra pequeña le respondió que por qué no llevaba el serrucho, y le contestó se le había quitado el sacristán que dijo era suyo”. Por otras declaraciones sabemos que Juan de Cuenca había enviado a su hijo a buscar el serrucho antes de ir él personalmente. También que al serrucho le faltaba un trozo del mango y Dionisio el sacristán aseguraba que lo tenía en la torre de la iglesia donde se le rompió haciendo un trabajo.

Después de estas declaraciones y otras menos relevantes se encuentra un dictamen de Manuel Fernández Casalta, quien actuaba como hombre bueno de Dionisio: “… que Juan de Cuenca luego que fue en casa de Dionisio a reclamar el serrucho viendo que éste insistía en que era suyo, no debió meterse en disputa sino acudir a la autoridad a hacer dicha reclamación, y que por lo tanto se le debe imponer la pena a que se ha hecho acreedor dejando al arbitrio del juzgado la que ha de ser, pero siempre es de parecer que se reconcilien ambas partes”. A continuación figura el dictamen dado por D. Lorenzo Vara y Soria, hombre bueno nombrado por Juan de Cuenca: “… visto lo que de todo resulta en cuanto a la pertenencia del serrucho, siendo así no haber presentado Dionisio el pedazo de mango que se dice estar en su poder, y ser el mejor comprobante de propiedad, y atendiendo a que él mismo lo extrajo subrepticiamente de casa del herrero, por todo ello supone que el tal serrucho se devuelva a la misma casa de donde se extrajo, sin perjuicio de que el Señor Juez conceda su propiedad a una u otra de las partes, según lo conceptúe más oportuno. Por lo tocante a los insultos personales, amenazas con piedra y escopeta, que aparecen, me parece que siendo así que Dionisio… es individuo de la Guardia Nacional, por lo que debía con más razón abstenerse de un hecho que le califica doblemente criminal, en razón de todo, repito, que me parece que las partes cedan y se avengan amistosamente en cuanto a los insultos personales; pero en cuanto a la acción y amenaza que hizo el Dionisio con la escopeta parece que debe tomarse en consideración por ser un acto que pudo tener consecuencias muy desagradables y trascendentales a la tranquilidad pública, el Señor Juez lo tomará en la debida consideración; y por de pronto dispondrá, en unión del Señor jefe comandante de la Guardia Nacional de esta villa, el recoger la escopeta u otra cualquier arma de fuego que conserve en su poder el Dionisio Jiménez, permitiéndole solamente el uso de ella en los actos de servicio, como individuo que es de la Guardia del servicio”.

El 14 de octubre de 1854 se celebró un juicio de conciliación entre Florentín Arribas y doña Margarita y Feliciana Erranz. Florentín trabajaba en Las Salinas, donde había un destacamento de carabineros porque la sal era un bien monopolizado por el Estado y en todas las salinas había vigilancia oficial para evitar robos. Florentín presentó una demanda contra las dos mujeres, que eran la esposa y una cuñada del administrador de Las Salinas, por haber proferido injurias contra su propia esposa: habían dicho de ella que «era una puta que andaba con los carabineros«. Éstas en su declaración lo niegan asegurando que sólo habían comentado con el cabo de carabineros y su esposa que “en la casa de Florentín entraban mucho los carabineros de meriendas y francachelas”. El juicio acabó con conciliación de las partes, manifestando que en lo sucesivo «se abstendrán de promover ninguna cuestión, dejando a la mujer de Florentín en su buena opinión y fama«. El expediente termina con una providencia en la que el alcalde condena a pagar las costas del juicio a partes iguales entre demandante y demandadas.

Un expediente del jugado de primera instancia de Chinchón, fechado el 3 de septiembre 1861, figura «Contra Manuel de la Viña y Fructuoso Robleño, sobre insultos y amenazas a Trinidad Zapata«. Trinidad era una mujer soltera que trabajaba como criada en casa de Miguel Bernaldo, casado con María Josefa de la Plaza, con quienes convivían dos hermanos de ésta, Bruno y Fausto. La denuncia fue porque los demandados, Viña y Robleño, aparecieron una noche a la ventana de la cocina de esa familia y acosaron con un palo, insultaron y amenazaron a Trinidad Zapata. Fructuoso Robleño, alias “Romo”, tenía 42 años, era casado, tenía siete hijos y era de profesión “hornero” y niega los hechos alegando como coartada que esa noche se encontraba en su casa durmiendo con su mujer, pese a que los testigos que habían declarado anteriormente habían asegurado su presencia en los hechos. Manuel de la Viña, tenía 21 años de edad y por tanto era menor, la mayoría se obtenía a los 25, por lo que necesitó ser representado por un procurador, que fue don Rafael Martínez; era hijo de doña Teresa Gutiérrez, viuda, que estaba soltero y sin oficio. Tampoco se declara culpable de los hechos y alega: «Que la noche que se cita [1 de septiembre] y al principio de ella estuvo el que declara paseándose un rato por la plaza, hasta la hora de cenar que se marchó a su casa; que después de cenar se puso a tocar la guitarra en el portal con los mozos de labor, Marcelino González y Pedro Jiménez, que a corto rato entró el señor juez de este expediente acompañado de Raymundo Casalta, y el declarante le entregó la guitarra para que tocase en tanto que éste fue con dichos criados de labor a darles pienso para las mulas, que después volvió a la reunión, y su merced se puso a bailar una jota seguidillas con la criada de la casa hasta de 11:30 a 12 de dicha noche, que se marchó dicho señor teniente alcalde con Raymundo Casalta, y se quedó el que declara con su familia y criados bailando hasta después de las 12 que se acostó.

Como hemos podido apreciar, estos documentos, y otros de la misma clase no incluidos por no hacer este escrito demasiado extenso, nos permiten observar muchos aspectos de las formas de pensar, vivir, actuar y divertirse de esas personas que vivieron en Villamanrique hace casi dos siglos.

Torremolinos 20 de febrero de 2009.