Un personaje singular
Quien tenga la curiosidad de leer los documentos del archivo municipal de Villamanrique de la primera mitad del siglo XIX, se encontrará que aparece en ellos con mucha frecuencia un nombre, el de Hipólito Arroyo, cuyo apellido se ha perdido en la localidad debido a que no tuvo hijos. También aparecen frecuentemente en la época otras personas, pero sus apellidos se han conservado, como Arribas, Delgado, Enciso, de la Plaza, Gurruchaga, Manzanares, Robleño, Vara, Vecino o Zapata.
Es por esta circunstancia, y por otras que ahora veremos, por lo que Hipólito Arroyo resulta ser “un personaje singular”, cuyo nombre aparece en documentos fechados entre 1806 y 1842.
Nacido en La Fuente de Pedro Naharro (Cuenca), llegó a Villamanrique, ya casado con una viuda y paisana suya, allá por el año de 1806, al menos aparece su nombre por primera vez en documentos de ese año. Uno de ellos nos informa de que entonces era el “alguacil del juzgado”, otro que era el “oficial de la carnicería” y otro que era el “mesonero” o posadero, oficios que desempeñaba con la ayuda de su familia: su esposa, Basilia López, casada con él en segundas nupcias, y una sobrina de ésta, María López, natural de Carrascosa del Campo, según podemos comprobar en el padrón realizado en 1838.
No sabemos la edad de las dos mujeres, a pesar de tenerla que haber anotado en el padrón, quizás porque no la sabían con exactitud, algo frecuente en esa época debido al elevado número de analfabetos que había en España y especialmente en el medio rural. La edad de Hipólito, que tampoco aparece en el padrón del 38, si está documentada en el alistamiento de soldados hecho el 18 de agosto de 1808, aunque él no llegaría a ser movilizado como veremos más adelante; en aquel año tenía 26, por lo que su nacimiento fue en 1782. Su talla era de 5 pies y 3 pulgadas (146,3 cm)
Su analfabetismo se comprueba en esos primeros documentos en los que aparece su firma, torpemente dibujada más que escrita. Los trabajos que desempeñaba no necesitaban de mucha literatura, pero sí de números. El alguacil del juzgado era normalmente un mensajero que llevaba escritos del juzgado a sus destinatarios; acompañaba al alcalde, a modo de guardaespaldas, en sus actividades judiciales, y ayudaba a los cuadrilleros de la Santa Hermandad a realizar detenciones de delincuentes. El oficial de la carnicería, también llamado “tajonador” era quien partía y despachaba la carne y, aunque era el “fiel medidor” o “romanador” quien controlaba la carne que entraba y salía del establecimiento, el oficial debía conocer los números y saber al menos sumar, ya que frecuentemente tenía que aplicar un arbitrio municipal de un cuarto (4 maravedíes) en cada libra de carne que despachaba. El oficio de mesonero no era más complicado en ese sentido que el de la carnicería, y él era un empleado de un rentista que vivía en Madrid.
Hipólito Arroyo había nacido pobre y había llegado a Villamanrique buscándose la vida “con una mano delante y otra atrás” y analfabeto; pero era trabajador, voluntarioso, avispado y osado y acabó sus días en el pueblo con una de las siete mayores haciendas, ocupando el cargo de alcalde en 1837, el de cabo 2º de caballería de la Milicia Nacional en 1835-1836, y seguramente que habiendo superado su analfabetismo, porque en 1842 ocupó el cargo de “procurador síndico general”, único puesto municipal que requería saber leer y escribir.
Su biografía, como la de otras personas de su tiempo, está llena de adversidades, puesto que sobrevivió a la epidemia de fiebre amarilla que asoló España entre 1801 y 1805, y a dos guerras: la de la Independencia (1808-1814) y la primera guerra carlista (1833-1840), lo cual no fue óbice para que llegara a hacer fortuna y a ser un personaje importante en Villamanrique.
También hay que destacar que fue un hombre comprometido políticamente con la causa liberal en su tendencia progresista. Desde 1820 y luego al comienzo del reinado de Isabel II fue miembro voluntario y destacado de la Milicia Nacional, en la que llegó a ocupar el cargo de cabo 2º de caballería (1835), por ser el más antiguo de los pocos que podían mantener un caballo y dedicar parte de su tiempo a las tareas que le estaban encomendadas a esa institución.
La Milicia Nacional era un cuerpo de civiles armados que velaba por la seguridad y el orden constitucional, lo que no dejaba de ser un riesgo en caso de ataque carlista, y Villamanrique sufrió varios. Su origen se encuentra en la Constitución de Cádiz de 1812, a imitación del modelo francés; fue abolida durante casi todo el reinado de Fernando VII, a excepción del trienio liberal (1820-1823), que fue cuando se constituyó en Villamanrique (22 de octubre de 1820) y contó con el ingreso de Hipólito Arroyo. En Villamanrique se formó una compañía que llegó a contar con 36 miembros en 1835, número bastante elevado si se tiene en cuenta su corta población, integrada en el regimiento de Villarejo que, a su vez, se encuadraba en el batallón de Chinchón, cabeza del partido.
Pero ¿cómo se produjo ese cambio tan radical en la vida de Hipólito Arroyo en Villamanrique? Ese cambio que le llevó de pobre analfabeto a rico destacado e influyente en la localidad.
Ya he dicho que era un trabajador infatigable en cualquiera de los oficios que desempeñó, pero también, como veremos, no es oro todo lo que reluce, ya que en diversas ocasiones tuvo varios problemas con la justicia, hechos estos que nos informan de un hombre con pocos escrúpulos a la hora de hacer dinero. En otras palabras, no debió de ser un hombre “a carta cabal”, su integridad moral deja que desear; y no lo hizo “por sacar adelante a sus hijos” ya que no los tenía pues sólo había en su casa, además de él y su esposa, una sobrina de ésta que hacía las veces de criada.
Su ascenso económico se inició después de la Guerra de la Independencia. Hasta 1814, año en que acabó la contienda, había desempeñado los oficios de alguacil del juzgado, tajonador de la carnicería y mesonero a sueldo del arrendador del mesón y la taberna. Ese mismo año aparece en el censo de población integrado en el grupo de “jornaleros y esparteros”, es decir, no tenía propiedades. En otro documento del mismo año consta su petición al Ayuntamiento para que le eximiera de pagar dos reales diarios a los que se había comprometido si le adjudicaban de nuevo el puesto de oficial tajonador: alegaba que la situación económica de la población (recién terminada la guerra) había disminuido las ventas y no obtenía beneficios. En 1815 seguía siendo el oficial de la carnicería.
Sin embargo en 1816 era ganadero y arrendó los pastos del término para sus ovejas. Lo más probable es que ese rebaño, junto a algún juego sucio, fuera la plataforma desde la que despegó su fortuna. Desde esa fecha y hasta 1835, raro fue el año que no se adjudicó en pública subasta el derecho de pastar sus ovejas tanto en la rastrojera como en los pastos de invierno, pero también durante esos años fueron frecuentes las denuncias contra él por haber metido su ganado a pastar en tierras que no estaban incluidas en su compra, como los olivares, o la Veguilla de los Bodegones y el Monte de Villamanrique, ambos propiedad de la Orden de Santiago. También es cierto que en 1831 fue Hipólito quien denunció a unos pastores de Santa Cruz por entrar con sus ovejas a la Dehesa del Castillo, cuyos pastos había comprado él; y en 1838 un sembrado suyo fue comido por unos bueyes que, procedentes de Colmenar, se dirigían a Villarejo con sus carretas.
En 1820 era ya el arrendador del mesón, no su empleado, y comienza a figurar como propietario de tierras de labor, y en 1823 arrienda la renta de la alcabala, impuesto que, como el IVA actual se pagaba en todas las transacciones comerciales. Para realizar estos arrendamientos se necesitaba tener una base económica sólida, porque había que dar garantías y fiadores al Ayuntamiento cuando se firmaba el convenio de adjudicación después de la subasta. Su fiador, en estas ocasiones y cuando se adjudicaba pastos fue la mayoría de las veces Silverio Rafael Sáez, padre de doña Faustina Sáez de Melgar, y compañero de militancia de Hipólito en el partido liberal y de armas en la Milicia Nacional de la que Sáez era comandante local.
En 1837, uno de los años más duros de la primera guerra carlista, alcanza la cumbre de su biografía: es elegido alcalde, es uno de los mayores ganaderos, y figura entre los 7 hacendados más ricos del pueblo, únicos propietarios que tenían derecho a voto en las elecciones a diputados. Según la Ley electoral surgida de la Constitución de ese año, que aplica el sufragio censitario, no podían votar en esas elecciones más que los cabezas de familia que pagaran impuestos superiores a 200 reales anuales y los profesionales con carrera universitaria. Hipólito Arroyo se encontraba en el primer grupo junto a otos 6 grandes hacendados de la localidad y, si en 1831 había solicitado a la Hacienda Pública una reducción de sus impuestos porque le habían clasificado como tierras de primera algunas que eran de segunda, en 1841 sólo de la producción de corderos, queso y lana pagó impuestos por valor de 161 reales (un jornalero ganaba 5 reales diarios).
Su actividad política en Villamanrique también fue contradictoria. Por una parte hay elementos a favor de que su actividad política fue democrática. Fue un destacado líder de los liberales progresistas y un miembro importante de la Milicia Nacional, a la que se unió desde su creación en la villa en 1820, y a la que aportó además de su persona, un caballo y armamento. Además, junto al ya mencionado Silverio Rafael Sáez, impugnó las elecciones municipales de 1835, por no haber sido realizadas con arreglo a la Ley Electoral
También contribuyó materialmente a la causa de Isabel II mediante la entrega de un trabuco y una pistola al comandante de un regimiento isabelino acantonado en Villarejo durante la guerra carlista, en 1837, año en que era alcalde, como parte de un lote de armas que hubo de pedir el Ejército por falta de medios para la defensa de la zona.
Por el contrario, hay indicios de que Hipólito Arroyo pudo haber actuado como uno de los caciques del pueblo, táctica política que seguramente no practicaría él sólo, porque parece estar bastante extendida ya entre los ricos hacendados españoles de la época, y sería una verdadera plaga a finales del siglo XIX y principios del XX en el período histórico de la Restauración. El elemento básico del caciquismo político consistía en forzar a otros sobre lo que tenían que votar en las elecciones, mediante amenazas o a cambio de favores económicos; esto es, comprando votos. En el caso que nos ocupa, consta en las actas de las elecciones municipales de 1838 que dos de los votantes, Norberto Manzanares y Antón Guillamón, declararon haber recibido de Hipólito la lista con los 9 nombres que habían de ser nombrados electores, no consta que les diera nada a cambio, pero refleja una actitud caciquil el simple hecho de tratar de influir en el voto de otros. Pese a esa “maniobra disuasiva”, él sólo consiguió 17 votos y el último de los 9 elegidos obtuvo 24. Para entender esta forma de elecciones hay que tener en cuenta que no eran directas; es decir, no se elegían directamente los concejales y éstos al alcalde, sino que el conjunto de los que tenían derecho a voto (varones mayores de 25 años) realizaba una primera votación en la que eran nombrados 9 electores, y éstos eran los que elegían al alcalde, quién a su vez nombraba el equipo de gobierno municipal. En una población tan pequeña, media docena de votos podía inclinar la balanza hacia una tendencia u otra con facilidad.
No obstante, el lado más negro de su biografía son sus frecuentes desencuentros con la justicia; vivió bordeando los límites de la Ley e incluso en ocasiones la trasgredió. Ya he apuntado más arriba las veces que fue denunciado por entrar su ganado a tierras en las que no tenía derecho a pastar. Entre estas denuncias y otras que veremos ahora se puede decir que no consta en el archivo municipal ninguna persona más denunciada que él.
Hay una de 1828, época en que ya no era un “muerto de hambre”, por un asunto menor: cazar con galgo en lugar vedado.
La más antigua y más grave se remonta a sus primeros años en el pueblo. Hay un expediente judicial, fechado el 2 de mayo de 1809, abierto contra Hipólito Arroyo, bajo la acusación de haber cogido ropas y colchones escondidos en un pozo de la posada, que él regentaba, para que no fueran robados por los soldados franceses cuando saquearon el pueblo el 8 de diciembre de 1808, y haberlos vendido en Fuentidueña. En su declaración el acusado dijo haber encontrado dos colchones en el pajar de la casa mesón y haberlos enviado a Fuentidueña prestados a un vecino de ese pueblo, Manuel de Uceda, que estaba montando un mesón; que después había enviado por ellos a su suegro y a su mujer el día 10 de abril, pero que el tal Uceda no los había querido entregar. En otra hoja del expediente, Hipólito, al ser preguntado si era cierto que a la llegada de las tropas francesas habían ocultado algunos efectos y ropas de vecinos en el pozo de la casa mesón que regentaba, dijo “es cierto que así del declarante como de otros vecinos se ocultaron varias ropas en el citado pozo, que vio sacar y llevárselas sus dueños aquellas que hallaron suyas, ignorando si los franceses, quienes dijeron al declarante habían entrado en el pozo, habían sacado algunas de ellas”. ¿Es creíble esta coartada?
Por último, en 1832, cuando ya era una persona acomodada, le fueron retiradas por orden judicial dos mulas que había comprado a un gitano de los Yébenes (Toledo), y eran producto de un robo realizado en Alcázar de San Juan.
Juzgue el lector a tan controvertido personaje de nuestra historia.
Villamanrique, 12 de junio de 2009